El pasado 5 de marzo, en la Amazonía ecuatoriana, un jefe de la etnia huaorani y su mujer murieron lanceados por los indios taromeranis, uno de los dos pueblos no contactados que todavía habitan en la selva. En represalia, tres semanas después los huaorani atacaron una aldea de sus tradicionales enemigos matando a una treintena de ellos. Sin embargo, el conflicto viene de lejos. Este mes de mayo se cumplen 10 años de otra masacre similar, con los mismos protagonistas, relatada por el autor de este artículo en el libro `Viaje al traspasado corazón del mundo´, editado con el apoyo de GEA PHOTOWORDS. Reproducimos parte de uno de los capítulos.
Por Francisco de la Cal para GEA PHOTOWORDS
Mayo del 2003. La “maloca” de los indios taromenanis no tiene el habitual aspecto de trinchera en la selva. Todo aparece cuidado. Hay cultivos, incluso caminos bien limpios. Dentro de la gran cabaña no menos de treinta personas entre mujeres y niños realizan faenas cotidianas. El único hombre adulto es Ahueñete, un accidentado de caza que convalece en una hamaca con un niño en su regazo. Los guerreros no están. Andan en la mata atrás de comida.El grupo de guerreros huaroanis, antaño llamados “aucas” o “salvajes” por los propios Incas, una tribu de la misma familia indígena y atávicos enemigos de los taromenanis, llegaron en el momento justo. Llevaban días preparando el asalto. Cuando irrumpieron en la “maloca”, las mujeres suplicaron que no las matasen. Se ofrecieron como esclavas. Hubo media hora de palabras y luego la muerte para todos los de la casa. Como trofeo se llevaron la desfigurada cabeza de Ahueñete, para mostrar que al menos habían acabado con un guerrero. Antes de irse prendieron con gasolina fuego a la choza y acabaron con los niños que se habían escondido entre las pajas de la techumbre.
Al arder la paja del techo, algún niño escondido allí, que había pasado inadvertido a los atacantes cayó retorciéndose de dolor. `¡Lo pinchamos con las lanzas lo mismo que a los monos que quemamos y se mueven en el fuego!´, llegó a burlarse después uno de los agresores. `¿Cómo puedes reír de una cosa así, si el niño tenía la edad de tu propio hijo?´, le dijo horrorizada, como viendo a un demente, la mujer blanca que le escuchaba.
`No era una persona, era un taromerani´.
Por el camino pararon en las instalaciones de Kempala Tours, hotel de turistas en la floresta, y exhibieron su cabeza trofeo. Minutos después una canoa repleta de visitantes despavoridos partía a toda prisa rumbo a la civilización.
( Fragmento de “El exterminio de los pueblos ocultos”, de Miguel Angel Cabodevilla)
GUERRA SILENCIOSA
El suceso conmocionó la opinión pública, poniendo sobre el tapete nacional una problemática ignorada por la gran mayoría de la sociedad. Ocurrió en el área de selva cada vez menos virgen perteneciente a la llamada Zona Intangible – nombre futurista donde los haya -, que designa la floresta preservada por decreto, donde aún habitan los últimos pueblos desnudos del planeta. No se halló cómo castigar a los homicidas por tratarse de un caso extremadamente ajeno a la jurisprudencia existente. Más bien, los asesinos lograron una celebridad atípica: fueron paseados por Guayaquil, capital económica del Ecuador, como “raras avis” de un paraíso perdido. Hasta la fecha continúan sucediéndose muertes en el gran Oriente ecuatoriano, en silenciosa y apenas documentada guerra, cuyas víctimas muchas veces son indígenas que no existen oficialmente.El móvil de la matanza fue el previsto: el afán “civilizatorio” de clanes indígenas afincados entre los blancos, de los que obtienen recursos y a los que sirven como eventuales ocupadores de las tierras ocupadas por los no contactados. También hay otros motivos culturales que tienen que ver con la venganza ritual y el rapto de mujeres. En todo caso quedó patente que el transcurso de los años en nada habían cambiado las condiciones imperantes en el Oriente ecuatoriano.
“Al territorio donde habitan los pueblos desnudosentran madereros fortuitos, tragabosques y picatroncos que no encuentran mejor manera de ganarse el pan de cada día porque la vida no les ha dado otra oportunidad. Entran en la selva como si fuera su casa, ignorando que están en territorio ajeno. Talan el bosque y lo venden al mejor postor, convirtiéndose en eslabones de la ilegalidad y la impunidad. Ganan 10 dólares diarios haciendo el trabajo sucio en un infierno de calor y mosquitos para que alguien se gane el paraíso. Y mueren así, sin nada, sin ni siquiera 45 dólares para una transfusión de sangre”, asegura la periodista y escritora Milagros Aguirre.
MADERA Y PETRÓLEO
Los mismos indios huaoranis, que por un lado dicen proteger el territorio que administran, por otro han encontrado en la venta de madera un ingreso más. Porque, desde que dejaron de ser salvajes, necesitan dinero para vivir en este mundo. Permiten entrar a los madereros, negociando tablón por tablón. Y hasta han organizado expediciones en busca de los desnudos, para civilizarlos y raptar a sus mujeres, como es el caso de la última matanza ocurrida el mes pasado.En esta selva plagada de recintos petroleros, fumarolas de fuego, contaminación y problemas sociales, deambulan también los postreros indios de la aún temida raza huaorani, “los que viven juntos” o “los de la aldea”, aquellos a quienes los incas llamaban aucas por su ferocidad. Hasta hoy suelen atacar blancos y quíchuas que perturban sus trochas de caza; también se matan entre ellos, pues el rito de la guerra es parte esencial de su cultura.
Todavía hoy continúan sucediéndose muertes producidas por los ataques huaorani. En el penúltimo, hace siete años, un maderero fue traspasado por treinta lanzas mientras trabajaba. Los agresores fueron el temido grupo tagaeri, llamado en quíchua pucachaquis o “patas coloradas” porque se pintan de rojo las pantorrillas. Son los que caminan en guerra. Pertenecen al clan de un jefe llamado Taga, quien en su día se negó al contacto con los cohuori (blancos).
Reacios a abandonar sus selvas dentro de la Zona Intangible, los tagaeri han permanecido hostiles a petroleros y madereros que entran a por árboles nobles, profanando trochas de caza, derribando puentes, perturbando su vida. De ellos se dice que poseen poderes místicos, que establecen fronteras chamánicas en el bosque para producir enfermedades a quienes las cruzan. Contra los cohuori, invasores de su selva, se preocupan en realzar este efecto rechazo con sus pesadas lanzas de chonta.
El otro grupo irreductible, los taromerani, hijos de Taromena –las diferentes tribus adoptan el nombre del jefe cuando se escinden de sus familias- son pacíficos, sin que hasta ahora se haya advertido cualquier acción violenta por su parte. Solían cometer pequeños robos en los campamentos de los invasores poniendo nerviosos a los trabajadores. Se les sabe con hábitos agrícolas: plantan banana y yuca.
Los propios huaroanis dicen que no pertenecen a su etnia, por elaborar lanzas y cerbatanas (bodoqueras) con trazados diferentes y presentar una forma de cabello más caído hasta los ojos, distinto a las tradicionales cabelleras de los huao. Todos los testigos coinciden en que los de Taromena son altos, fuertes y extremadamente blancos, posiblemente por vivir siempre a la sombra y amparo del bosque. Relatos populares hacen de este pueblo invisible gente monstruosa que habita en huecos debajo de la tierra, tribu de gigantes en la frontera con Perú.
Ninguno de los dos grupos posee arcos y usan el curare para cazar. Sin embargo no se ha sabido nunca que lo utilicen en la guerra, que desarrollan de una forma ritual. Matar personas sólo lo hacen con sus lanzas, a veces empenachadas de plumas vistosas, coloridas, que abandonan clavadas en sus enemigos.
DABO, EL ÚLTIMO GUERRERO
Buscamos a Dabo Enomenga, uno de los viejos guerreros que aún quedan, atravesando piquetes de huelga y soldados armados, controles, carreteras sembradas de obstáculos, puentes saboteados, la guerra en suma entre las comunidades y las compañías petroleras. Al final de la carretera, comienzo del Parque Nacional Yasuní, encontramos su campamento, conjunto de casas donde viven los 41 miembros del clan conformando 9 familias.Hay una soga tendida entre la única casa de cemento – la de Dabo – y el camino térreo que sigue, cortando el paso. Quien quiera franquearlo debe darle algo al viejo guerrero huaorani, una cocacola, panes o galletas, para que retire la cuerda, última señal de que él y su clan fueron los señores de estas tierrashasta la aparición del petróleo.
Todos en la región conocen a Dabo Enomenga desde que, en mayo del 2003, él y otros ocho guerreros masacraran al ya mencionado grupo de indígenas taromenanis no contactados en el interior de la selva, o, mejor dicho, de sus mujeres y niños. Dabo era el guerrero más viejo de la expedición. A pesar de que los de su raza son grandes caminantes, le costó trabajo superar los cuatro días que duró la correría, de la que obtuvo una lanza tallada y una gran bodoquera.
Contrariamente a lo que pudiera creerse, ni él, ni Zoila, su esposa, ni ningún otro de los exterminadores sienten, todavía hoy, lo más mínimo de lo ocurrido. Ni siquiera se acongojan al contar como dejaron clavadas un centenar de lanzas en los cuerpos de mujeres y niños. A los huaorani les fascina la venganza, que siempre llega, sin importar cuánto tiempo pueda haber transcurrido desde la afrenta. Por eso, cuando van contra alguien, exterminan a toda su familia. Nadie debe quedar para vengarse.
Por cuenta de esta matanza ganaron fama. Les llevaron a Guayaquil, en el otro extremo del país, para mostrarlos y recrear la historia del hecho que onmocionó a la sociedad ecuatoriana y que aún hoy permanece confuso. Un auto sacramental moderno, cuyos principales actores componen el cuadro actual de la Amazonía: petroleros, madereros, misioneros, indígenas…
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